El Siniestro Dr.Mortis
Crecí con el Dr. Mortis. No en persona, claro, sino con esa voz, esa risa cavernosa que se colaba por el viejo aparato de radio en las noches de invierno. Es un recuerdo tan vívido, tan intensamente emotivo, que a veces siento el frío del pasillo y el calor de la estufa al mismo tiempo.
Mi abuelo era su devota más fiel. Ella, un hombre de manos callosas y mirada serena, se transformaba al caer la noche. Apagaba todas las luces innecesarias, dejando solo una pequeña lámpara de aceite titilando en la mesa del comedor, y sintonizaba la onda corta. Nos sentábamos en círculo, yo y mis primos, apretujados en el sillón, bajo una pesada manta de lana.
Y entonces venía la presentación. El crujido de la estática que se rendía ante un silencio solemne, que se rompía solo con el órgano de ultratumba y, finalmente, esa voz grave, inconfundible, anunciando: "¡Producciones Artísticas Juan Marino-Eva Martinic tienen el agrado de presentar su radioteatro nocturno... ¡El Siniestro Dr. Mortis!"
Era un ritual de terror y fascinación. Sus historias, llenas de vampiros, hombres lobo, crímenes sin resolver y seres de otro mundo, se tejían en el aire como una densa neblina. Pero lo más emotivo no era el miedo, sino la cercanía. Estábamos ahí, juntos, bajo la atenta mirada de la abuela. Cada chillido de efecto de sonido, cada golpe de puerta, provocaba un respingo colectivo y un susurro de la abuela para que no tuviéramos tanto miedo.
Recuerdo una noche en particular, con la historia de "El Muñeco de Cera". El viento golpeaba las ventanas con saña y la lluvia parecía replicar los tambores funerarios que Mortis usaba en la narración. Estaba tan aterrorizado que enterré mi cara en la manta, temblando. Mi abuela me abrazó fuerte, sin decir palabra, pero el calor de su brazo y el olor a lavanda de su ropa eran un refugio. Ella no temía al Dr. Mortis, solo amaba la historia.
Al terminar el episodio, con esa risa macabra que se desvanecía en la estática, se encendían las luces. El terror se disipaba, y quedaba una sensación de aventura compartida, de haber regresado ilesos de un viaje a lo desconocido. Ella nos servía leche caliente con pan y mantequilla, y la vida volvía a ser simple y segura.
El Dr. Mortis era más que un programa de radio; Era un portal al pasado, un lazo invisible que unía a mi familia en el temor y en el cariño. Es el recuerdo de que el miedo, cuando se comparte, puede ser una experiencia profundamente humana y emotiva. Y la voz, la risa de Juan Marino Cabello, la sigo escuchando a veces, como un eco dulce y aterrador de mi infancia.
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